Transcribo un comentario que publiqué en el blog de Mendieta a una nota llamada Rossismo Crítico y más abajo copio un artículo que escribí sobre mi modo de ver a los medios hoy
Comentario:
Lo que no se toma en cuenta es que estos periodistas son frente a la cámara y el micrófono, personajes mediáticos que, por su influencia en la ciudadanía, son mucho más “controlados” que cualquier periodista anónimo. El medio que los tiene como figuras ha tejido sobre ellos demasiadas estrategias para dejar que su discurso se libre al azar. No estoy diciendo que le den un guión a reproducir pero quiero relativizar ese aire de autoridad, esa actiutud canchera, cuando se apaga la cámara son mucho más permeables a las presiones que un movilero (o tal vez lo son de distinta manera pero con igual intensidad)
Como colaboradora de Clarín yo sufro menos presiones que un editor porque a mi con no publicarme las notas se sacan el problema de encima pero el editor es el responsable del contenido que va a llegar al lector, entonces tiene que ser vigilado. No me interesa pensar en conspiraciones ridículas pero es fácil darse cuenta de que esa seudo entrevista de Erenesto Tenembaum fue preparada por alguien de la producción, fue una orden que Tenembaum cumplió, no fue una idea de Tenembaum porque ningún periodista elegiría inmlarse haciendo todo lo que un periodista no debe hacer. Eso no fue un reportaje, fue una agresión grosera, burda, explícita.
Creo que el error de Mendieta es creer que ese personaje/periodista existe por fueradel medio.
Argentina, país sitiado por los medios
La Pérdida del pudor:
Ya no se trata de un fantasma sino de una presencia concreta y tangible. En el último tiempo los medios masivos de comunicación han optado por explicitar aquellos mecanismos políticos que durante muchos años sólo parecían mostrarse bajo el prisma del análisis más minucioso.
Se expone un discurso que ha perdido los pudores en sus manifestaciones racistas e ideológicas. Este detalle habla de un derecho ganado sobre la ciudadanía, de una permisividad de la población para aceptar estos discursos, de una afinidad que se ha construido en la reciprocidad de pensamientos.
Por otro lado existe una construcción de valores que pertenecen a un sector, universalizados, la imposición de objetivos de un grupo económico como un mandato que contiene a toda la sociedad. En este campo de ideas se agita la posibilidad de movilizar a los sectores medios. .La construcción mediática de lo real ha sido tomada por la mayoría de la sociedad como La Verdad. ¿Cómo fue posible esto? La estructura que sostiene el discurso mediático elimina el pensamiento. A todo lo que ocurre los medios le dan un nombre que fija la interpretación que se le da a ese hecho. Todo se focaliza en mostrar los componentes que afianzan esa afirmación, minimizando, desacreditando o ridiculizando aquellos datos que podrían cuestionarla.
Alain Badiou definió El Mal como el imperativo de nombrarlo todo. Frente al vacío, soporte del acontecimiento que no tolera nominaciones permanentes sino transitorias, El Mal sería el mecanismo que, al asimilar lo nuevo al terreno de lo ya conocido, corta ese fluir del pensamiento que permite hacer apuestas sobre lo que todavía no tiene nombre. El periodismo se apresura por señalar que los verdaderos ciudadanos libres son los que hacen tronar las cacerolas. Esos sujetos no responden a ningún devenir histórico que no sea el de su propio cansancio frente al conflicto, no tendrán intereses políticos, ni serán violentos.
Se observa, entonces, un desfasaje muy interesante. El discurso presidencial y el mediático están en dos planos completamente distintos que impiden un diálogo entre sí.
Mientras que Cristina Fernández le exige a sus interlocutores una acumulación de datos, de saberes políticos e históricos, de articulación ideológica y cierta dramaticidad política para llevarlos a escena, los medios, Alfredo De Angeli y buena parte de la sociedad, prefieren la simpleza, no entienden lo que ella dice y de alguna manera les irrita el desafío que les propone.
Los medios han generado mecanismos que le han permitido interpretar el pensamiento de los sectores medios y traducirlo a un discurso que le otorgue legitimidad a las fantasías más discriminatorias y reaccionarias que hoy pueden expresarse sin tapujos.
¿Qué ocurre con una sociedad que desconfía del discurso político pero no del mediático que puede tener los mismos niveles de ficcionalidad?
Antes hubo un proceso de despolitización, de desaliento, de desconfianza hacia todo lo político que fue propiciado, en gran medida, por el periodismo. En primer lugar porque su mecanismo apunta a una despolitización y a un vacío de pensamiento y tal vez el mayor ejemplo sea la explosión de las cámaras sorpresa durante los años 90.
Allí la transparencia que suponía el descubrimiento de un funcionario corrupto, reducía a la política a la develación de una ilegalidad y suponía que, ante su difusión, llegaría la justicia que pondría las cosas en orden. El ciudadano era un espectador privilegiado que se indignaba y esperaba las consecuencias. Pero el imperio de la impunidad construido por el menemismo se basaba en la ausencia total de causas y efectos. ¿Por qué nada cambiaba? Porque la política es la posibilidad de modificar el sentido de lo evidente. A la despolitización del periodismo el poder respondía con una política que reducía el campo de lo real y agrandaba el espacio de lo simbólico. El ciudadano espectador se desmoralizaba. Descreía de los políticos y confiaba en ese periodista que le había mostrado la verdad. Pero jamás la evidencia habría tenido lugar en la pantalla si mínimamente se sospechara que podía tener un impacto en el terreno de lo real. El periodismo de denuncia fue posible gracias a la impunidad. Es más, fue el complemento necesario para minar los hogares del más profundo escepticismo, del más contundente desencanto.
Ejemplos como el programa de Santos Biasatti o el “Proteste ya” de CQC, muestran a un ciudadano indignado que padece la negligencia institucional y sólo encuentra alivio a su sufrimiento cuando llega Santo, Malnatti o Gonzalito, como una suerte de súper héroe.
Al presentarse como los defensores de los ciudadanos, los medios han establecido un lazo con sus seguidores más sentimental que crítico. Los periodistas hacen lo que los ciudadanos no pueden hacer: increpar a los funcionarios, retarlos y hacerlos que cumplan con su tarea. Ellos se ponen del “lado de la gente”.
Se trata de una nueva versión de la catarsis que definía Aristóteles en su “Poética”. El periodista se identifica con el espectador y cumple con los deseos de éste, cuando la escena tiene lugar en la pantalla de televisión, el ciudadano realiza su descarga emotiva a partir de la acción del periodista que reemplaza su propia movilización, allí se daría el segundo paso. Aristóteles habla de descarga y contención de la emoción. La contención es posible porque el ciudadano delega su participación en el periodista. El objetivo de control social se cumple. La tragedia griega aleccionaba contra los riesgos de enfrentarse al poder (político o religioso) en los finales del siglo XX frenaban cualquier fantasía de movilización
Los medios tienden a justificar cualquier acción o reclamo de la sociedad civil y a demonizar al gobierno de turno. De esta manera los medios construyeron su credibilidad y utilizaron a ciertos periodistas con mucha llegada en la opinión pública para transmitir ideas que atienden a intereses políticos nada inocentes.
Este mecanismo llegó a su punto crítico con el lockout patronal de los ruralistas. En primer lugar porque para que los medios apoyen a un sector de la sociedad ésta tiene que mostrarse por fuera de los partidos políticos, es decir, tiene que estar profundamente despolitizada. Su reclamo sólo debe responder a sus intereses particulares. De hecho los implicados se preocupan por señalarlo permanentemente como un modo de legitimación.
Los productores agropecuarios no son un grupo despolitizado y tampoco son un sector de la sociedad civil. Son una corporación con una inscripción y una estrategia política que recorre toda la sociedad argentina. Los medios, debieron transformarlo en algo que no era: un grupo de chacareros laburantes que no querían perder el fruto de su trabajo. Un sector ajeno a la política. La cadencia de Bazán describiendo a De Angeli como a “un gringo de campo sencillo con el rostro quemado por trabajar al sol” avergüenza por el trazo grueso, la caricatura pero ¿cuántos habrán tomado este relato al pie de la letra? En esa construcción dramática que propone TN, parta muchos es más fácil identificarse con De Angeli que con Cristina Fernández.
Buscaron sumar a otros sectores de la población que nada tenía que ver con el campo para legitimar más su protesta. Si los ciudadanos que viven de su salario apoyan el reclamo de los ruralistas, algo de razón tendrán porque a su vez esa solidaridad los iguala con cualquier huelga de cualquier trabajador . La sociedad los asimiló de este modo y en base a esta idea construyó la identificación y los medios ayudaron a sostener una mentira.
Su respaldo está en que toda mirada crítica hacia los medios masivos de comunicación será interpretada como un ataque a la libertad de prensa. Basándose en este argumento buena parte del periodismo funda su autoridad. Al construir su condición de incuestionables, los medios establecieron una nueva forma de autoritarismo o, más precisamente, de fascismo donde apelan al carisma para delinear personajes que se esgrimen como voceros y representantes de los ciudadanos, cuya palabra es garantía de verdad. Muchos sujetos desconfiados del poder político, son simples devotos de estos personajes que corporizan intereses sectoriales, a veces de un modo más privilegiado que muchos funcionarios del poder institucional.
Pero un hecho mucho más llamativo permite iluminar otro componente más oculto de esta alianza entre los medios y el mundo campestre que compone la nueva derecha.
¿Por qué a ciertos intelectuales le molesta exageradamente el discurso de Cristina Fernández cuando, después de muchísimo tiempo, tenemos una Presidenta que es una oradora brillante?
Beatriz Sarlo, en una nota publicada en el diario La Nación, le señala a la Presidenta lo inoportuno de haber establecido una continuidad entre el golpe de estado del 76 y el clima destituyente durante el lockout, en su discurso del 25 de marzo del 2008. Y le reprocha: que “no era el momento adecuado para que la presidenta de la República esbozara su tesis historiográfica sobre la complicidad de cualquier sector de la producción agraria con el golpe militar.”
¿Por qué? Porque para alguien como Sarlo esto es crear un conflicto que sería mejor evitar. Hay algo de la peor apología del olvido en esta frase. Si el exceso de memoria puede llegar a traer consecuencias regresivas, lo que se respira en el texto de Sarlo es una apología del olvido que, muy subterráneamente, encierra la certeza de que la frase de la Presidenta se basa en una verdad. Es cierto que la sociedad rural es golpista, pareciera decir Sarlo, pero si de esa verdad hacés un discurso proclamando a los cuatro vientos estás demostrando que la discusión sobre el terrorismo de estado y los años 70 atraviesa distintas capas políticas y sociales, es compleja y no murió el día que Raúl Alfonsín se puso la banda presidencial, sino que pese al repudio de muchos sectores de la población , pese a la militancia de los organismos de derechos humanos, sigue viva y ha logrado armar nuevas estrategias. Si decís eso, si le das un sustento político, histórico, ideológico a esos actos que los medios definen como una manifestación de la sociedad civil, podés llegar a poner en crisis la amalgama fundamental de la despolitización que nos está dando muy buenos frutos.
El temor que genera el discurso de Cristina Fernández es el de poner en riesgo los enunciados que le dan vida a este nuevo fascismo. Los medios en su simplificación discursiva tienen atrapada a la población en una lógica que expresa sus deseos más individualistas.
No es oportuno traer la historia porque las pruebas y los razonamientos que este mecanismo implica pueden atentar contra la sustracción, ese procedimiento que todo lo vuelve tan fácil, tan carente de conflicto, tan neutral. Si después de todo sólo se trata de una Presidenta soberbia y de un marido testarudo.
Ese discurso con efectos que horroriza a Sarlo es un discurso político. Cristina Fernández sabe que sus palabras y sus acciones traen consecuencias.
En esa despolitización se funda la concepción de objetividad que los medios exhiben como garantía de verdad. Lo que ellos entienden como objetividad son los hechos despojados del factor político que les da un sentido en la historia. ¿O acaso no es objetiva la explotación infantil, el trabajo en negro y el robo de tierras que sistemáticamente realizan las cuatro entidades en pugna con el gobierno? ¿Por qué no se presentan los datos objetivos de la evasión impositiva o de las exportaciones realizadas en pleno lockout patronal?
Si se elegía TN para ver los discursos que Cristina Fernández brindó a lo largo del conflicto, se observaba como el canal dividía la pantalla: De un lado la Presidenta , del otro los piqueteros de Gualeguychú que funcionaban como una suerte de jurado de “Bailando por un sueño”. Ella hablaba para ellos y el gran interrogante, según el vergonzoso discurso de Bazán, era ver como reaccionaban los ruralistas.
Claro que Cristina Fernández no se hacía cargo de este escenario mediático y hablaba para todos los argentinos. Se tomaba su tiempo para cantar la marcha, homenajear a las víctimas del 16 de julio, darles un espacio a las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, articulaba hechos de la historia y permanentemente la transmisión del cable se ocupaba de hacernos sentir de mil maneras que todo eso estaba de más. La presidenta politiza todo lo que los medios intentan despojar de política. Frente a la reducción de un problema de intereses donde lo que hay que saber es si las retenciones siguen o no en vigencia, el gobierno carga de sentidos, de información, de explicaciones pero lo único que importa es que los ruralistas de Gualeguychú siguen en las rutas.
Lo que se desarma, lo que se destruye es ese lenguaje que intenta construir ideas. La descalificación que le sigue a todo discurso de Cristina Fernández, intenta señalar que allí no se ha dicho nada significativo.
Esa vuelta a lo político que se celebra a partir del gobierno de Néstor Kirchner tiene que ver, en gran medida, con la recuperación del espacio público como escenario para debatir las cuestiones de estado. Ya no exclusivamente las puertas cerradas que hacen del estado una mera formalidad, sino la palabra presidencial como un ritual cotidiano, el palco en la Plaza de Mayo y la necesidad de legitimar la acción con el pueblo espontáneo o no haciendo número pero con una preocupación por reconocer que el control de la calle merece la atención del gobierno de turno.
El conflicto, esa instancia que es vista como señal de debilidad y de caos, que es relatada como una figura insoportable para la retórica mediática, no es más que un signo de la valoración de la política. Cuando desde el gobierno se toma una medida que confronta con los intereses de un sector, existirá conflicto. Él es el que abre la posibilidad del debate sobre proyectos o modelos. Evitar el conflicto implicaría negar, no hacer visibles los caminos que hacen posible el consenso. Pero esta sociedad que se refugia en el discurso mediático, parece preferir la aparente calma de los acuerdos. Cuando el conflicto tiene lugar comienza el pensamiento, nos lleva a plantearnos si eso que habíamos naturalizado puede darse de otro modo, está obligando a la sociedad a volver la mirada sobre los hechos.
A esta apuesta la política mediática responde con una caída de la imagen presidencial como una suerte de extorsión. Hay que gobernar para las encuestas, hay que hacer “lo que la gente quiere”. Claro que quienes sostienen este discurso sienten un fuerte desprecio hacia toda forma de demagogia.
Durante los 90 los medios desacreditaron la palabra pueblo para atomizarla en nombre de “la gente” desperdigada en reclamos puntuales. Aquello que alguna vez tuvo la forma de lo político colectivo se limitaba a la experiencia más inmediata. Lo real era exclusivamente aquello que se situaba en lo lindante de mi cotidianidad. El otro dejaba de ser contemplado porque la vida se reducía a una experiencia de lo privado.
A partir de ese momento la violencia se instala como una nueva forma de sociabilidad. No se trata ya de hechos aislados sino de una naturalización de la violencia.
Las manifestaciones políticas que en los noventa tenían como escenario algún lejano lugar del sur o del norte del país, especialmente aquellas zonas donde la privatización de YPF dejó un reguero de desocupados, eran ofrecidas como un acto de vandalismo, un hecho delictivo que sólo merecía mostrarse si contaba con los ingredientes de los neumáticos incendiándose y los piqueteros con palos y pasamontañas.
La judicialización de la política ayudó a construir la idea de ciudadano pasivo, incapaz de actuar sobre la realidad porque si se atrevía a dejar su sillón entraba automáticamente en la categoría delincuencial.
La violencia se encontraba en quitarle el sentido a la acción política, ayudados en que el sustento de esas acciones era meramente defensivo, reacciones frente a la impotencia, multitudes desarticuladas, a veces espontáneas que no podían armar un proyecto alternativo.
De hecho una parte de la militancia de izquierda tomó este discurso y comenzó a realizar hechos vandálicos como un modo de propaganda política, lo que ocasionó fuertes represiones. El objetivo era llegar a la violencia para ser registrados por los medios. Eso era sinónimo de reconocimiento. Hacer política para las cámaras equivalía a ser el grupo político que lideraba la protesta, mucho más si después eran invitados al programa político de moda.
El militante era aquel que había sido reprimido por las fuerzas del orden y, por supuesto, había fracasado. En realidad no tenía nada más que desplegar que su furia porque no hacía otra cosa que ser funcional a los códigos mediáticos.
Los sujetos se dividían entre los que fracasaban en sus reclamos y los que vivían las diferentes opciones de la pasividad.
Pero a partir del 19 y 20 de diciembre del 2001, los medios observaron que esa ambigüedad que era el pueblo hacía un leve esfuerzo por recobrar vigencia. Pasaron entonces a documentar una movilización que producía efectos, entre ellos la caída del gobierno de Fernando De La Rúa. Después siguieron días de quejas desesperadas en las puertas de los bancos y finalmente la aparición de un gobierno, el de Néstor Kirchner, que contemplaba al pueblo como un factor legitimador de su política, un aliado que necesitaba fatalmente ya que no estaba bendecido con buenos augurios y sólo contaba en su haber con el 22% del padrón electoral.
Es en ese momento cuando los medios comprenden que a esa multitud movilizada deben capitalizarla a su favor. Si la situación social cambia, si el pueblo hace un intento por recomponerse, que no nos encuentre desprevenidos, que no nos quite protagonismo. Tenemos que manejarlo antes de que nos desborde.
Esta idea que pudo haber sido una audacia de la imaginación, una especulación latente e irrealizable, se materializó la noche del primer cacerolazo contra el gobiernote Cristina Fernández. Los medios no se resignaron a mostrar simplemente lo que acontecía sino que fueron en gran medida sus artífices, quienes esgrimieron el clamor cacerolero como un mecanismo de presión hacia una Presidenta esquiva a su prédica.
La ciudadanía cacerolera no se diferencia mucho de esa masa que el fascismo usaba para poblar su poder del más oscuro populismo. Hoy los medios desafían a un gobierno peronista y le dicen: El pueblo está de nuestro lado. Pero el pueblo no es un a priori unificado en una mirada que lo define como totalidad. Sino una multitud dinámica que crece en la tensión interna de sus diferentes intereses y que logrando su autonomía llegará a hacer política, a ubicarse en el plano de lo histórico.
Ese mito perdido por el peronismo y que Cristina Fernández no ha sabido reconstruir está en manos de los medios. Ellos aprendieron del sentimentalismo peronista.
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